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¿Estamos realmente ayudando a los jóvenes a encarar su futuro?

No es mi intención caer en el tantas veces repetido “cualquier tiempo pasado fue mejor”, ni idealizar a la juventud de antaño y, sin embargo, observo unos cambios de comportamiento en las generaciones actuales que me producen cierto desasosiego. Estos cambios suponen, a mi modo de ver, un ligero retroceso a la hora de adquirir una mejor capacitación para enfrentarse a la vida.

Hoy vivimos en un mundo tecnológico y redimido, en gran medida, al poder de la imágenes en el que se combinan las tres premisas más seductoras para la sociedad actual: facilidad, inmediatez y diversión. Y todo ello está inexorablemente reñido con un eficaz desarrollo personal.

Desde los albores de la civilización, el ser humano ha utilizado la tecnología para procurarse el progreso y, de hecho, esta ha sido una de las causas de su eficaz avance.

La Revolución Industrial que se inició en la segunda mitad de siglo XVIII en el Reino Unido es el ejemplo más reciente. Sus enormes aportaciones tecnológicas, así como los cambios sociales y económicos que de ella se derivaron dieron paso al modelo de sociedad actual. El mundo que surgió de esta inflexión no ha dejado de caminar hacia adelante, exceptuando algunos momentos de estancamiento o, incluso, de retroceso, como las dos Guerras Mundiales.

Esa gran transformación se basó en la mecanización, es decir, en la sustitución de la fuerza del hombre por el trabajo de las máquinas, con la consiguiente reducción de esfuerzo y tiempo. Mi temor estriba en que en la actual revolución, la digital, esta vez sustituyamos, no la fuerza de nuestros brazos, sino lo que nos diferencia del resto de los animales: nuestro cerebro. El ser humano está, en teoría, menos sometido a la tiranía de sus propios instintos y tiene la capacidad de imaginar, mejorar y de aprender.

Es cierto que el nuevo paradigma tecnológico es inevitable y que nos afecta a toda la sociedad en su conjunto, para lo bueno como para lo malo. Pero como he dicho muchas veces en el ámbito de la Academia de tenis en la que trabajo, lo que es bueno para un tenista profesional, no necesariamente es bueno para uno que está en formación. Las generaciones jóvenes, las que no conciben cómo era nuestra aburrida vida antes de la existencia de internet, de los vídeo juegos, de los smartphones y de la posibilidad de acceder a cualquier contenido por el precio de un click están demostrando efectos que perjudican claramente su buen aprendizaje. Y, como decía, lo veo cada día en mi labor de entrenador.

Los chavales reclaman entrenamientos divertidos y variados. Los ejercicios repetitivos son tachados de arcaicos, onerosos y poco efectivos. Observo como los chicos son víctimas de un paulatino deterioro en su capacidad de concentración y muestran un claro desdén por todo lo que supone una dificultad. Se frustran enseguida que algo no les sale a pedir de boca y se sorprenden cuando un entrenamiento, no digamos ya un partido, les sale peor de lo que esperaban. Evidentemente, los que nos dedicamos a actividades formativas estamos ante un reto nada desdeñable. Y, seguramente, tenemos la responsabilidad u obligación de convencer a los jóvenes de que todo lo que facilita, debilita. Y que un exceso de tecnología en nuestras vidas dificulta el desarrollo personal.

En el mundo del tenis, tenemos a nuestro alcance un cantidad ingente de datos que supuestamente debería repercutir positivamente en alcance de las metas que se proponen las futuras figuras del circuito. Y, sin embargo, es muy fácil comprobar que la entrada de los jugadores al mundo profesional se ha retrasado considerablemente. Cuando Rafael llegó la media se situaba en torno a los 20 o 21 años. Ahora se llega a los 25 o 26.

Este es un claro indicador de que para alcanzar la madurez profesional, hoy día necesitamos cinco años más que antes de disfrutar de los deslumbrantes avances tecnológicos.

La lógica me lleva a entender que lo que ocurre en la esfera que yo conozco puede trasladarse a cualquier otro ámbito de la sociedad y mi preocupación me lleva a plantearme si no deberíamos promover cierto cambio de tendencia en cualquier sector formativo, incluido el que se da en el seno de cada familia.

Hace un tiempo escuché una conferencia del mundialmente reconocido psicólogo e investigador Daniel Goleman, en la que aseguraba que la capacidad de concentración es mucho más determinante para el aprendizaje de un niño que su coeficiente intelectual. Me quedé con la frase y se la he repetido cansinamente tanto a los chicos con los que trabajo como a mis hijos. Sin concentración o atención es un mero producto del azar hacer las cosas bien, y casi imposible avanzar o aprender.

Yo creo que deberíamos reflexionar y plantear en nuestras respectivas vidas si realmente estamos ayudando a los jóvenes a encarar un futuro cada vez más globalmente competitivo.

Probablemente, el apresuramiento de la sociedad actual va en nuestra contra, pero seguimos teniendo a nuestro alcance las dos herramientas más poderosas: la reflexión y el optimismo.

El resto, solo es un tema de trabajo.

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